Por una nueva novela, Alain Robbe-Grillet

Si empleo con gusto, en muchas páginas, el término de Nueva novela, no es para designar una escuela, ni incluso un grupo definido y constituido de escritores que trabajarían en el mismo sentido; solo es una denominación cómoda que engloba a todos aquellos que buscan nuevas formas novelescas, capaces de expresar (o de crear) nuevas relaciones entre hombre y el mundo, es decir a inventar el hombre. Estos saben el que la repetición sistemática de las formas del pasado no es solamente absurda y vana, sino que incluso puede volverse nociva: cerrándonos los ojos sobre nuestra situación real en el mundo presente, nos impide a fin de cuentas construir el mundo y el hombre de mañana.
Alabar un joven escritor de hoy porque “escribe como Stendhal” representa una doble falta de honestidad. Por una parte esa proeza no tendría nada de admirable, como acabamos de verlo; por otra parte se trata de algo perfectamente imposible: para escribir como Stendhal, ante todo habría que escribir en 1830. Un escritor que lograra un hábil plagio, tan hábil incluso que diera a luz páginas que el propio Stendhal hubiera podido firmar en su época, no tendría en modo alguno el valor que sería aún hoy el suyo si hubiera redactado esas mismas páginas en tiempos de Carlos X. Lo que exponía Jorge Luis Borges en Ficciones, a propósito de esto, no era una paradoja: el novelista del siglo XX que copiara palabra a palabra el Don Quijote escribiría de ese modo una obra completamente diferente a la de Cervantes.
Por otra parte, a nadie se le ocurriría la idea de alabar a un músico por haber compuesto, en nuestros días, música de Beethoven, o a un pintor por hacer cuadros de Delacroix, o a un arquitecto por haber concebido una catedral gótica. Por fortuna, muchos novelistas saben que es igual en literatura, que ella también está viva, y que la novela, desde que existe, ha sido siempre nueva. ¿Cómo la literatura novelesca habrá podido permanecer inmóvil, fija, cuando todo evolucionaba a su alrededor- incluso bastante rápido- en el curso de los últimos ciento cincuenta años? Flaubert escribía la nueva novela de 1860, Proust la nueva novela de 1910. El escritor debe aceptar con orgullo llevar su propia fecha, sabiendo que no existe obra maestra en la eternidad, sino solamente obras en la historia; y que solo sobreviven en la medida en que han dejado atrás el pasado y anunciado el porvenir.
Sin embargo, si hay algo que los críticos no soportan es que los artistas se expliquen. Me di completa cuenta de ello cuando, luego de haber expresado estas evidencias y algunas otras, hice aparecer mi tercera novela (La jalousie). No solo que el libro no gustó y fue considerado como una suerte de absurdo atentado contra las bellas letras, sin oque demostró además hasta qué punto era normal que fuera execrable, puesto que se declaraba el producto de la premeditación: su autor -¡Oh, escándalo!- se permitía tener opiniones sobre su propio oficio.
Aquí también constatamos que los mitos del siglo XIX conservan toda su potencia: el gran novelista, el “genio”, es una suerte de monstruo inconsciente, irresponsable y fatal, incluso ligeramente imbécil, de quien parten “mensajes” que solo el lector debe descifrar. Todo lo que amenaza con oscurecer el juicio del escritor es más o menos admitido como favorable a la eclosión de su obra. El alcoholismo, la desdicha, la droga, la pasión mística, la locura, han colmado de tal modo las biografías más o menos noveladas de los artistas que desde entonces parece completamente natural ver en ello necesidades esenciales de su triste condición, ver en todo caso una antinomia entre creación y consciencia.
Lejos de ser el resultado de un estudio honesto, esta actitud revela una metafísica. Estas páginas que el escritor ha dado a luz a pesar suyo, esas maravillas no premeditadas, esas palabras perdidas, revelan la existencia de alguna fuerza superior que las ha dictado. El novelista, más que un creador en sentido propio, solo sería entonces un simple mediador entre lo común de los mortales y una potencia oscura, un más allá de la humanidad, un espíritu eterno, un dios…
En realidad, basta con leer el diario de Kafka, por ejemplo, o la correspondencia de Flaubert, para darse cuenta de inmediato de la participación primordial, ya en las grandes obras del pasado, de la consciencia crítica, la voluntad y el rigor. El trabajo paciente, la construcción metódica, la arquitectura largamente meditada de cada frase como del conjunto del libro, todo eso ha desempeñado siempre su papel. Después de Les Faux-Monnayeurs, después de Joyce, después de La Nausée, parece que nos encaminamos cada vez más hacia una época de la ficción en la que los problemas de la escritura serán lúcidamente considerados por el novelista, y en la que las preocupaciones críticas, lejos de estilizar la creación, podrán en cambio servirle de motor.
No se trata, lo hemos visto, de establecer una teoría, un molde previo para esparcir allí los libros futuros. Cada novelista, cada novela, debe inventar su propia forma. Ninguna receta puede reemplazar esta continua reflexión. El libro crea por sí mismo sus propias reglas. Incluso el movimiento de la escritura debe a menudo conducir a ponerlas en peligro, en jaque quizás, y hacerlas estallar. Lejos de respetar formas inmutables, cada nuevo libro tiende a constituir sus leyes de funcionamiento al mismo tiempo que a producir su destrucción. Una vez acabada la obra, la reflexión crítica del escritor le servirá aún para tomar distancia respecto a ella, alimentando pronto nuevas búsquedas, un nuevo punto de partida.

Alain Robbe-Grillet
¿De qué sirven las teorías? (1955 y 1963)

Foto de Alain Robbe-Grille